Vidas de
sor Juana:
notas sobre
hermenéutica
y biografía1 Mónica Quijano Velasco
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La biografía es un género que tiene una larga
historia: ha sido practicada desde la Antigüedad y ha llegado hasta nuestros
días, con variaciones importantes, según los modelos que las distintas épocas
le han ofrecido. Así, por ejemplo, antes de la entrada de la era moderna, la
visión de la historia como maestra de vida encontró en la biografía una
práctica que permitía presentar la ejemplaridad de vidas de hombres, sobre todo
políticos: basta recordar las Vidas
paralelas de Plutarco que fueron modelo del género por lo menos hasta el
Renacimiento. Con la llegada de la modernidad, y con ella la del surgimiento de
la historia como una disciplina, el carácter híbrido de la biografía se hizo
cada vez más evidente y terminó por convertirse en un problema para la
disciplina historiográfica. Por otro lado, la biografía de corte literario o
vinculada con la divulgación siempre tuvo y sigue ocupando un lugar importante
dentro de nuestra cultura: basta simplemente con mirar las mesas de novedades
editoriales de cualquier librería, echar una ojeada a la cartelera
cinematográfica o incluso constatar que en la televisión por cable hay un canal
dedicado exclusivamente a las biografías, para darnos cuenta del interés que
sigue suscitando la vida de personas conocidas (y a veces también de personas
anónimas).
Ahora
bien, una de las mayores tensiones que produce la biografía (y que hace del
género un campo fértil para la reflexión hermenéutica) es su carácter híbrido,
situando en los límites entre la historia y la ficción. Y esto es así porque el
género biográfico se propone reconstruir y narrar la vida de alguien, y en esta
narración se plantean varios problemas: ¿cómo presentar la interioridad del
sujeto biografiado desde la exterioridad del biógrafo y darle sentido a las
acciones que emprende?, ¿cómo otorgarle a la vida de la persona biografiada un
sentido, atribuyéndole unos rasgos que permitan darle una identidad que la haga
reconocible, y, a la vez, mostrar que no está fija, que se despliega en una
temporalidad cuya interacción con su entorno la transforma? Es decir, no sólo
se trata de componer un relato coherente, sino que este nos trasmita además una
imagen creíble y confiable del sujeto que cuya vida estamos narrando (con todo
las implicaciones que esto tiene, y que va a aproximar al discurso biográfico
al campo metodológico de la historiografía). Es justo dentro de este ámbito que
quisiera presentar algunas reflexiones que permitan pensar la relación entre
hermenéutica y biografía, o más bien, cómo la operación hermenéutica es un
punto fundamental en todo trabajo biográfico que busca establecer un pacto de
veracidad. Ahora bien, para no dejar estas
reflexiones en el dominio de la mera abstracción, introduciré un caso concreto:
el de algunos textos biográficos escritos sobre sor Juana Inés de la Cruz
durante el siglo XIX.
El
primer acercamiento importante en la época moderna entre hermenéutica y
biografía lo establece Wilhem Dilthey, quien defiende la pertinencia de la
entrada de la biografía en el mundo histórico a partir de la noción de Erlebnis, es decir, de la posibilidad de
“revivir” la experiencia histórica. François Dosse (Dosse, 2005.) ve en este autor al legitimador
de la biografía frente a la corriente durkhemiana (cuya negación de la
pertinencia biográfica terminó por dominar el panorama de las ciencias humanas
y sociales durante buena parte del siglo XX). Para la sociología comprensiva
defendida por Dilthey, la biografía es un objeto privilegiado en la medida en
que integra, en el acto de conocimiento, la implicación subjetiva del biógrafo.
Dilthey otorga una gran importancia a la empatía en el proceso de conocimiento
dentro de las ciencias del espíritu, a la implicación del sujeto en su objeto
de estudio e insiste en la necesidad que resiente todo individuo de la
alteridad. (Dosse, 2005, p. 376) Esta relación
que un sujeto establece con el “otro” funda, por supuesto, toda empresa
biográfica.
En oposición a
una concepción positivista que defiende la idea de que sólo las ciencias de la
naturaleza permiten el acceso a lo universal, Dilthey sostiene que la
individuación es una forma de combinación de lo singular y de lo general en la
medida en que no hay diferencia de objeto entre estas dos dimensiones, ya que
la correlación pasa por la subjetividad. La biografía es, así, un medio
privilegiado para acceder a lo universal a partir de lo singular:
Una riqueza vital infinita se despliega en la existencia individual
de personas singulares en función de las relaciones que establecen con su
medio, con otras personas y cosas. Sin embargo, cada individuo particular es al
mismo tiempo un punto donde se cruzan conjuntos que atraviesan a los
individuos, que existen en ellos, pero que se extienden más allá de sus vidas,
y que tienen, gracias al contenido, al valor, al fin que se realiza en ellos,
una existencia autónoma y un desarrollo propio (Dilthey, 1988, p. 89).
Para Dilthey, la
historia no es nada sin la vida, y esta última sólo es accesible a través de
los individuos que concentran en ellos mismos las interacciones entre el mundo
de la naturaleza y el mundo del espíritu (Dilthey, 1998, p. 377). Dilthey abre
pues el camino para pensar la pertinencia del género biográfico para el
conocimiento del mundo y del pasado. A partir de esta autor, se abre un periodo
que Dosse califica de “era hermenéutica” del género biográfico. En este
periodo, los historiadores, sociólogos, antropólogos y psicoanalistas que se
dedicaron al género, se interrogaron sobre el sujeto y los procesos de
subjetivación a partir de un acercamiento más reflexivo (es decir, se
plantearon más un trabajo de reflexión metodológica que un acercamiento
“novelado” o “ficcionalizado” a la vida
de los sujetos biografiados). Algunos ejemplos serían la biografía existencialista
de Jean Paul Sartre –quien escribió biografías sobre Baudelaire, Gide y
Flaubert–, los trabajos de la sociología y la antropología que recuperan los
“relatos de vida” de personas anónimas, como por ejemplo en México el libro de Juan
Pérez Jolote, biografía de un Tzotil, escrita por el antropólogo Ricardo
Pozas (Pozas, 1948), las propuestas
de la microhistoria elaboradas por Carlo Ginzburg, (Ginzburg, 1981) entre otros.
Este
cruce metodológico que abre el camino para pensar en el pacto de verdad que el
género biográfico establece es, por supuesto, inestable. Esta inestabilidad se
hizo visible gracias a la renovación de la reflexión historiográfica a partir
del llamado “giro lingüístico”, ocurrido en las décadas de 1970-1980. Es decir,
para Dilthey, la narración biográfica es un discurso estable, verídico, que nos
habla de la realidad de la persona de una manera transparente, y a través de
esta, del mundo en el que vive, aunque acepta que dicha narración se produce a
partir de la subjetividad del biógrafo, a través de la empatía. Este principio
de transparencia se pierde a partir del giro lingüístico, pues se vuelve
dominante la idea de que cualquier discurso, incluso los discursos que, como la
historia, se presentan bajo un pacto de veracidad, implican siempre mecanismos
retóricos que no están tan alejados de los que se emplean en los discurso
ficticios. Es decir, el lenguaje no sólo nos informa sobre el mundo, sino que
también lo construye. La escritura de la historia (y en este sentido también la
de la biografía) se ve más como una operación (un proceso) a la cual podríamos
llamar, retomando el término introducido por Michel de Certeau, “operación
historiográfica”, la cual postula que todo discurso histórico se escribe desde
el presente. Si lo trasladamos al ámbito del género biográfico, esto implica
aceptar que el biógrafo trabaja con trazos, con huellas, fragmentos –agrupados,
en una concepción amplia, bajo el término de documento– para construir un sentido, que en el caso de la
biografía, sería el sentido de una vida.
De este modo, tres aspectos deben tomarse en cuenta en todo análisis de la
escritura biográfica:2 el lugar de producción de este discurso, el
trabajo interpretativo y reconstructivo que se realiza a partir de herramientas
teóricas y metodológicas avaladas por una disciplina y, finalmente, la puesta
en escritura, el trabajo “escrituario” que implica toda narración sobre el
pasado. A esta operación que trabaja sobre la temporalidad, se suma, en el caso
de la biografía, otra relación fundamental: la de los dos sujetos involucrados,
biógrafo y persona biografiada, que incluye toda una problemática relacionada
con la empatía, que conlleva, a su vez, una implicación más fuerte con en el
presente.
Una
vez establecida esta introducción general, quisiera centrarme ahora en una
reflexión menos vasta, que se sitúa, por un lado, dentro de la problemática de
la biografía intelectual, y por otro, dentro de las distintas construcciones
biográficas de la figura de Sor Juana.
En este sentido cabe señalar que la biografía intelectual es un campo
importante dentro de los trabajos biográficos, ya que toma como objeto a
pensadores, artistas y filósofos con el fin de interrogar el lazo que une al
pensamiento con la existencia. Se trata de buscar otra forma de pensar la
relación entre vida y obra, ya no solamente para explicar la obra por la vida o
viceversa, sino para trazar las tensiones que se establecen en esta relación y
también para historiar, a partir de la existencia, el discurso que se despliega
en la obra. De esta forma se pone en relación la praxis y el discurso, el hacer
y el decir. La pregunta que aquí nos mueve puede sintetizarse en la siguiente:
¿cómo establecer la relación entre vida, producción artística o intelectual y
época?
Dosse
señala que toda biografía de un pensador, de un intelectual, implica la
recuperación de la unidad de un gesto propio, aún sabiendo que este gesto es
susceptible de sufrir múltiples alteraciones y modificaciones. El sentido de
una vida nunca es unívoco; no solamente porque está conformado por cambios que
implican el despliegue de la existencia en una duración temporal, sino también
porque este sentido de la vida y su relación con la obra no se detienen con la muerte
del autor biografiado ya que entra en escena su recepción.) A todo esto hay que
agregar el hecho de que la biografía no puede pretender encontrar, a pesar de
una investigación exhaustiva, ninguna llave que sature la significación del
relato de vida puesto en escena por el biógrafo (Dosse, 2005, p. 414). Este
último se encuentra siempre en una posición de exterioridad, a pesar de su
empatía, y no puede por lo tanto pretender encerrar o reducir en una unidad
completa y cerrada, la multiplicidad de significaciones que implica toda vida
humana. En el caso de la biografía intelectual, nos enfrentamos además con el
problema de la articulación de dos dimensiones distintas, la de la vida y la de
la obra, que no pueden ser separadas, ni tampoco pueden reducirse a un solo
nivel (Dosse, 2005, p. 426).
En
este sentido, el problema de la biografía, según Daniel Madélenat, se encuentra
en la necesidad de dar unidad a la heterogeneidad: es a partir de fragmentos,
de huellas, de documentos, que el biógrafo construye la ilusión de la unidad de
una vida que se desarrolla dentro de una duración temporal. Ahora bien, esta
construcción la realiza a partir de un método de acercamiento, conformado a la
vez por la subjetividad del biógrafo y por los modelos o paradigmas teóricos de
los que dispone en la época en la que escribe su biografía (Madélenat, 1984, p. 93). Es en esta interacción
entre interpretación y construcción de
un modelo comprensivo y explicativo (trabajo constitutivo de toda empresa
hermenéutica), que podemos encontrar las condiciones de posibilidad de una
escritura biográfica que no deje de lado una pretensión de veracidad (Ricoeur,
2000).3
Esta
operación, en la que intervienen los cambios de escala, los diferentes enfoques
metodológicos y las preguntas del investigador, puede tomar dos caminos en la
biografía: por un lado, una construcción biográfica que tiene como fin trazar
la existencia del autor biografiado desde su nacimiento (algunas veces se
remonta a una genealogía familiar) hasta su muerte. En el ámbito de la
biografía intelectual entraría, además, un trabajo preciso de restitución del
contexto de enunciación del biografiado. Por otro lado, nos encontramos frente
a la cuestión de la significación en el tiempo, es decir, la recepción de la
obra y las distintas interpretaciones que se han hecho de las acciones de la
persona biografiada. No hace falta decir que estos enfoques no se enfrentan
sino que son complementarios, y aunque dentro del primero la tentación
reduccionista puede ser mayor, en ambos es posible concebir un sentido plural.
Daniel
Madélenat indica que en el ámbito del primer enfoque –el más utilizado en las
biografías –, la temporalidad se restringe al período en que el autor
biografiado vivió y produjo su obra. Dentro de éste, existen, a su vez, dos
modelos generales que se han desarrollado a lo largo del siglo XX: el de la
personalidad y el estructural. En el primero, se trata de presentar la unidad
del sujeto a partir de trazos de su carácter que pueden ser trascendentes o
inmanentes (alma, temperamento, etc.). Estos rasgos son puestos en relación con
las acciones del personaje, cuyos vínculos son presentados, en general, bajo un
esquema dualista, que busca mostrar la capacidad de elección del personaje al
realizar una síntesis de virtualidades que se oponen. Esta estructura dualista
permite simplificar las contradicciones que se presentan al interior del sujeto
y su relación con el medio que termina por exponer una dicotomía maniqueísta
del individuo. La biografía se suele presentar como una totalidad y bajo un
sentido unívoco; por lo tanto, limita y hace esquemáticos los lazos que el
sujeto establece con el medio y termina por construir una especie de etiología
que asegure un equilibrio entre la originalidad del carácter y el poder que ejerce
el contexto (Madélenat, 1984, pp. 123-126).4 Otro problema que se presenta en este modelo es el de la intencionalidad del
sujeto biografiado. Sabemos que el biógrafo escribe desde la exterioridad, pero
busca, de alguna manera, interpretar las acciones del sujeto a partir de una
intencionalidad que trata de reconstruir. Si bien una parte de las teorías
deconstructivistas se levantan contra esta labor, la cual definen como
imposible, otras corrientes de pensamiento, influidas por la pragmática, han
tratado de resolver esta aporía (volveré a este problema más adelante). El
problema con el modelo de la personalidad, es que reduce el sentido de la vida
del sujeto a una serie causal unívoca o a la explicación de sus acciones a
partir de ciertos rasgos del carácter. En este modelo podríamos ubicar, por ejemplo, la biografías que
utilizan una versión simplificada del psicoanálisis o los trabajos que toman al
autor biografiado como un sujeto ejemplar, por ejemplo, las hagiografías. En el
caso de los trabajos biográficos sobre sor Juana, podríamos mencionar que el
libro de Ludwig Pfandl, Sor Juana Inés de
la Cruz, la Décima Musa de México. Su vida, su poesía. Su psique (Pfandlf,
1963) publicado en 1937, ejemplifica este tipo de modelo y los problemas que
conlleva. Efectivamente, Pfandl limita la interpretación de la obra y las
acciones de sor Juana a explicaciones psicoanalíticas que terminan por mostrar
a una sor Juana neurótica y a explicar su renuncia final a las letras – que es
el acontecimiento, dentro de la vida de la poeta, que más se ha discutido – a
la menopausia. En la biografía del profesor Pfandl, no hay interacción del
sujeto y su medio y todo es explicado a partir de los rasgos internos del
carácter de sor Juana.
Otros modelos
pueden ser metonímicos, este sería el caso del enfoque estructural, que utiliza
al individuo como expresión de un grupo, como el alma de su pueblo o como
producto de la influencia que ejerce el medio en él. El problema con este
modelo es que también resulta reduccionista, ya que la relación se vuelve a la
vez metonímica y sintomática: el individuo, que es tomado como parte integral
del medio que lo explica, se convierte en un síntoma visible de éste: así, se
le reduce a la situación económica, a la clase, o entidades imprecisas como mentalidad,
etnia, etc. Este procedimiento nos lleva a una concepción monista u holística
de la relación entre lo particular y lo general que termina por englobar al
individuo y absorberlo totalmente (Madélenat,
1984, p.128). El modelo estructural explica a los sujetos únicamente a partir
de las estructuras (sociales, políticas, económicas o culturales) del medio, reduciendo a cero el margen de su
acción.5 Asimismo, el contexto suele presentarse como algo rígido e
inamovible donde los destinos individuales están atrapados, donde no hay
interacción y el medio nunca es modificado por éstos. El contexto sirve, en
muchos de estos casos, para rellenar las lagunas documentales que presenta la
biografía (Dosse, 2005, p. 243). No podría decir que dentro de los textos
biográficos sobre sor Juana haya alguno enteramente construido bajo este
modelo, sin embargo, la tesis defendida por Dario Puccini en su primer libro
sobre la monja novohispana (Puccini, 1967), con respecto de la renuncia final
de ésta a las letras, nos presenta a sor Juana en conflicto con la jerarquía
eclesiástica, presa de dos fuerzas externas contra las cuales no puede hacer
nada: la lucha de poder entre el arzobispo de México, Francisco Aguiar y Seijas
y el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz (estas dos fuerzas son
las que la acabarían aplastando y la empujarían a su renuncia y silencio
final). Dentro de todos los modelos,
este sería el más “sociológico”, porque piensa la vida como efecto o producto
del contexto y niega al sujeto una condición de agente (o por o menos de agente
libre).
Como podemos
constatar, ambos modelos (el de la personalidad y el estructural) se enfrentan
al problema de la relación que el sujeto establece con el medio y proponen dos
maneras de acercamiento distintas. Estos acercamientos presentan, sin embargo,
dos problemas. Bajo el primer modelo, el problema se situaría en la
construcción de una dialéctica de la intenciones y de los motivos, que implica
el peligro de reducir la explicación de la vida del sujeto a una cadena causal,
a rasgos internos de su carácter o a la reconstrucción de la intencionalidad
que establece la ilusión de la posibilidad de penetrar en la mente del sujeto
biografiado. El segundo modelo, por su parte, nos enfrenta con la problemática
de la relación entre lo singular y lo colectivo, con la inextricable
integración de la parte dentro del todo, con la interiorización de las normas
sociales, con las relaciones de la estructura contextual y la acción
individual.
Las reflexiones
que se han realizado al interior de la disciplina histórica en los últimos
treinta años pueden ayudarnos a pensar que existen condiciones factibles de
producción de biografías sin que éstas se consideren solamente como ficciones,
pero que a la vez tomen en cuenta los problemas que este trabajo representa.
Una de las cuestiones fundamentales es aceptar la imposibilidad de reducir el
sentido de la vida individual, ya sea a rasgos conscientes o inconscientes del
carácter, o a estructuras externas al sujeto. El sentido de una vida, como
François Dosse nos lo recuerda, solamente puede ser declinado en plural (Dosse,
2005, p. 414). Teniendo en cuenta esto, un primer paso importante sería la
restitución precisa del contexto de enunciación de las obras de los autores
estudiados. La llamada escuela de Cambridge, cuyos representantes más
importantes son Quentin Skinner, John Pocock y John Dunn, ha reflexionado sobre
esta problemática. Los autores mencionados recuperan las teorías de la
pragmática que surgen a partir de las propuestas de los “acto de habla” de J.
L. Austin (1975), así como la
semántica histórica, para proponer un acercamiento contextual que, en su caso,
busca una forma distinta de hacer historia política, a través de análisis de
los discursos de los fundadores del pensamiento político moderno, como
Maquiavelo o Hobbes. La escuela de Cambridge propone el restablecimiento de las
categorías de pensamiento de la época en que se produjeron estos discursos y el
análisis de los lenguajes en uso. Se trata, por un lado, de reconstruir la
intención del autor presentada por el texto en tanto que éste es considerado
como acción, como movimiento estratégico, y por otro, de poner en relación los
modelos polivalentes de los diferentes lenguajes que se encontraban a la
disposición del pensador y cómo este los combina e integra en función de sus
necesidades y capacidades específicas (Dosse, 2003 pp. 236-237).6
La restitución
del contexto de enunciación es fundamental para cualquier biografía
intelectual, aunque se corre el peligro de volver a un historicismo que ignore
por completo la relación que se establece entre el presente del biógrafo o el
historiador, y el pasado que trata de reconstruir. El problema es creer que la
presencia o las intenciones del autor son transparentes al intérprete, de este
modo, un contextualismo radical puede llevar a la creencia de la posibilidad de
restituir la “lectura original” a partir del contexto (semántico) o de las
intenciones del autor. Para salir de
este escollo, Dosse retoma la propuesta de Lucien Jaume quien señala la
importancia de realizar un cuestionamiento que tome en cuenta el presente desde
el cual se escribe la biografía. El historiador o biógrafo interroga a la
tradición a partir de la presuposición de una ruptura pero también de una
inclusión del pasado en el presente, un futuro del pasado cuya densidad
temporal implica una lectura hermenéutica, donde las preguntas constantemente
renovadas permiten realizar relecturas creativas. Esta reapertura del pasado en
el presente invita a valorar toda la dimensión historiográfica de las lecturas
plurales de las obras del pasado, que a su vez, posibilita el encuentro de un
punto medio entre un acercamiento historicista y una concepción puramente
presentista del pasado (Dosse, 2003, p. 260).7
Una segunda reflexión
al respecto, resultado de la hermenéutica del sujeto presentada por Paul Ricœur
en Soi-même comme un autre, es la
distinción que el filósofo francés propone, dentro del concepto de identidad
narrativa, entre mismidad (idem) e
ipseidad (ipse) (Ricoeur, 1990). La
mismidad evoca el carácter inmutable del sujeto, se trata de aquellos rasgos en
el individuo que no cambian con el tiempo y que nos permiten hablar de la misma
persona desde su niñez hasta su vejez. En cambio, la ipseidad nos reenvía a la
temporalidad, a la promesa, a la voluntad de una identidad que se mantiene a
pesar del cambio: se trata de la identidad entendida en su duración temporal.
Dosse (2005, p. 379) señala que esta distinción puede ayudar a salir de las
aporías de la utopía biográfica ya que permite, por un lado, rechazar la
reducción del individuo a un molde fijo y establecido que se desplegaría de un
modo lineal siguiendo una lógica endógena propia – que puede ser su carácter,
algunos rasgos de su inconsciente, es decir, ayuda a resolver de alguna forma
la aporía del modelo de la personalidad de la cual hablé anteriormente – y por
el otro, a la reducción del sujeto como mero juguete de las estructuras
exteriores – que vendría siendo el modelo estructural. La distinción entre mismidad
e ipesidad permitiría asimismo pensar conjuntamente en aquello que perdura y en
lo que cambia dentro de la experiencia vivida, en su expresión y en la
comprensión que podemos tener de ésta. En otras palabras, esta distinción
permitiría resolver un problema que está en el centro de toda escritura
biográfica: ¿cómo acercarse al sentido de la vida de un sujeto, atribuyéndole
algunos rasgos que permitan darle una identidad que lo haga reconocible, y, la
vez, mostrar que éste también cambia, no sólo a lo largo de su existencia
vital, sino en todas las construcciones e interpretaciones que se han hecho de
su vida y obra después de su paso por el mundo?
La distinción
entre mismidad e ipseidad, así como la reflexión sobre la necesidad de una
lectura hermenéutica, nos permite introducir el segundo camino para abordar la
biografía, esta vez, ya no se trata de limitar el trabajo al período de
existencia del individuo, sino de tomar en cuenta todos los discursos
posteriores que han servido para edificar la imagen que nos ha llegado del
personaje tratado. Es en relación con este enfoque que Matías Finger se propone
construir una hermenéutica de la biografía. Al igual que Dilthey, este autor
considera que la aportación heurística de la biografía, conlleva, en sí misma,
una aportación al saber general, y que por lo tanto no se trata de un
instrumento suplementario dentro de la metodología de las ciencias sociales.
Finger propone que el saber vinculado con las ciencias humanas no está
relacionado directamente con el objeto, sino con el sentido atribuido a ese
objeto. “El saber producido por este tipo de ciencias es un saber hermenéutico,
es decir, un saber que siempre se establece a partir de la mediación de una
preconcepción, resultado de la situación inicial de interpretación” (Finger
1983, pp. 186-210, la traducción del francés es mía).
Además, las enseñanzas
de la hermenéutica sobre el tiempo, así como las reflexiones de Michel de
Certeau, Paul Ricœur, Roger Chartier, entre otros, sobre la relación que el
presente establece con el pasado, así como la idea de que todo discurso
histórico se transmite a través de un trabajo escrituario situado en un tiempo
específico y producto de un lugar de enunciación propio, ha permitido a algunos
historiadores y biógrafos tomar en cuenta el carácter plural, construido dentro
de una narración, de toda identidad personal.
En este sentido,
Dosse hace ver que la aportación de la hermenéutica como elemento metodológico
dentro del género biográfico radica principalmente en el hecho de invitar al
investigador a no quedarse en la fase documental de la operación
historiográfica, ni tampoco en la fase de explicación / comprensión que da
unidad a través de las preguntas y del juego de escalas, sino a preguntarse,
además, por el despliegue de los sentidos plurales inherentes al personaje
biografiado dentro la historia, hasta el tiempo presente (Dosse, 2005, p. 383).
Esta apertura que
lleva a sobrepasar los límites existenciales del autor biografiado, en los
cuales el destino póstumo de los personajes ocupa un lugar fundamental, implica
una forma distinta de considerar la historia, que puede ser ejemplificada con
la vía abierta por Pierre Nora en los Lieux
de mémoire quien desplaza la mirada del historiador hacia los índices y las
huellas y ya no tanto hacia los hechos testificados y confirmados. Este
desplazamiento de mirada, que, sin negar la pertinencia del necesario momento
metódico, da una mayor importancia a la parte interpretativa de la historia, es
definida por Pierre Nora en un texto donde caracteriza el momento
historiográfico actual (Dosse, 2005, p. 386):
La vía está abierta a una historia diferente; no más
determinantes sino sus efectos; no más acciones recordadas ni tampoco
conmemoradas, sino las huellas de estas acciones y el juego de estas
conmemoraciones; no más acontecimientos, sino su construcción en el tiempo, su
eclipse y el resurgimiento de sus significaciones; ya no el pasado tal como
sucedió, sino sus usos sucesivos; no la tradición, sino la manera en que ésta
ha sido constituida y transmitida (Nora 1993, p. 24, la traducción del francés
es mía).
En el caso de Sor Juana, este trabajo
está aún por hacerse. Si bien existen ensayos y textos que abordan la recepción
de su obra – cabe mencionar aquí algunos ensayos de Antonio Alatorre, de José
Pascual Buxó, Emil Volek, Rosa Perelmuter, la antología de Francisco de la
Maza, entre otros–8 hace falta un estudio más sistemático de
las distintas recuperaciones y lecturas que se han hecho de la obra de sor
Juana así como de algunos acontecimientos en su vida que siguen siendo un punto
de controversia entre las diferentes biografías e interpretaciones. En dicho
estudio se necesitaría, del mismo modo que con la obra de sor Juana,
reconstruir el contexto de enunciación de cada biógrafo o comunidad
interpretativa, con el fin de poner en relación el discurso producido con los
diferentes discursos de la época (históricos y literarios) y situar a la
biografía dentro de una tradición literaria, con sus características formales
propias.
Siguiendo
esta línea de trabajo, analizaré a continuación la interpretación que algunos
escritores e intelectuales hicieron de la vida de sor Juana durante el siglo
XIX. Elijo este periodo porque en los estudios sobre sor Juana, el siglo XIX se
ha visto siempre como una época “negra”, que trasluce una absoluta
incomprensión sobre la obra de la monja novohispana. Sin embargo, como lo
recuerda Jorge Ruedas de la Serna, es necesario realizar un estudio más
preciso, tratando de situar los comentarios sobre sor Juana en su contexto de
producción específico, ya que se generan tensiones interesantes, como por
ejemplo, el hecho de que por un lado se criticara su estilo, pero por otro, se
rescatara y ensalzara su figura, sentando las bases de la construcción de sor
Juana como símbolo del nacionalismo naciente (Ruedas de la Serna, 1998, pp.
213-224).
La propuesta de Ruedas de la Serna es una
invitación sugestiva para considerar la manera cómo se fue construyendo la
figura de sor Juana durante el siglo XIX. Asimismo, nos permiten reflexionar
cómo se fue conformando la historia de una literatura nacional que se
enfrentaba a un pasado colonial que resultaba conflictivo. De este modo, la
recepción de sor Juana y su obra está íntimamente relacionada con las
reflexiones que estos escritores e intelectuales hicieron sobre la producción
literaria del pasado, y con la función de ésta en la construcción de una
identidad nacional. Resulta evidente que esta visión sobre el pasado se fue
construyendo a lo largo del siglo y que por lo tanto no puede verse como un
bloque monolítico ni tampoco puede leerse bajo las palabras de reproche que
Ignacio Manuel Altamirano o Guillermo Prieto escribieron sobre la autora del Sueño, y a las cuales la crítica
literaria del siglo XX ha imputado, de modo aglutinador, la visión que tuvieron
de la monja todos los intelectuales y escritores del siglo.9
Con el fin de
realizar este recorrido, propongo detenerme en tres momentos importantes de la
interpretación decimonónica sobre sor Juana: el del primer estudio realizado en el México Independiente, en 1837; el de
la entrada escrita por Emilio Pardo para el Diccionario
Universal de Historia y Geografía, publicado en 1853 y, finalmente, las
reflexiones expuestas por José María Vigil en la década de 1870.10
Antes de abordar estos tres momentos, me
parece importante recordar que las primeras décadas de la nación independiente
se caracterizaron por luchas caóticas entre distintas fracciones que buscaban
afianzar su poder. Por lo tanto, entre 1810 y 1836 – fecha de la fundación de
la Academia de Letrán –, se encuentran pocos comentarios escritos sobre sor
Juana, apenas unas menciones a las redondillas de “hombres necios” en una
novela Fernández de Lizardi, y un par de notas biográficas que retoman casi
literalmente el contenido de la biografía del Padre Calleja, escrita en 1700 y
la que Eguiara y Eguren introdujera en su Biblioteca
mexicana en 1755.11
Podríamos decir que es a
partir de 1836, con la fundación de la Academia de Letrán, que se empieza a
dibujar, de manera más sistemática y concreta, la necesidad de formación de una
literatura capaz de expresar a la incipiente nación mexicana. Por ello resulta
esclarecedor que sea en 1837 cuando aparece uno de los primeros estudios sobe
la monja en el México independiente, incluido en la revista El Mosaico Mexicano o Colección de
Amenidades Curiosas e Instructivas publicado por Ignacio Cumplido y escrito
por un autor anónimo. En esta semblanza y crítica a la obra de la religiosa
novohispana, se delinean los temas que seguirán presentes en las visiones
construidas posteriormente y que provocan la ambigüedad señalada por Ruedas,
entre una admiración hacia su personalidad, y un rechazo de su obra. Entre las
cuestiones que el autor anónimo destaca, podemos señalar, su ingenio e
inteligencia ejemplificado con las anécdotas infantiles que Calleja relata en
su biografía de 1700, así como con algunos pasajes tomados de la Respuesta a sor Filotea; ente las que
destacan la anécdota de su discusión con sabios y eruditos arreglada por el
Virrey Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera cuando ésta tenía 17
años, así como su dominio del latín, los diversos estudios que emprendió en el
convento y que abarcaban distintas áreas del conocimiento humano, pero
enseguida añade:
Lástima que un ingenio tan grande como el suyo hubiese florecido
en una época de tanta degradación para las letras, cual fue en la monarquía
española, el tiempo en que ella vivió. Dotada de una facilidad prodigiosa para
espresarse [sic], se la ve muchas veces luchar (quizás en vano) para deshacerse
de la locución clara y castiza, que se la veía a la mano, y la era natural,
para seguir en ciertas composiciones poéticas, no los aciertos sino las
extravagancias de Góngora y Calderón. […] Si esta muger [sic] hubiese vivido en
el siglo presente, hubiera sido otra madame Stael; pero tocole [sic] vivir en
una edad y estar colocada en una situación que impidieron el completo desarrollo
de sus prodigios talentos (El Mosaico
Mexicano o Colección de Amenidades Curiosas e Instructivas, México, en De
la Maza 1980, p. 349).
El juicio ante la obra de
sor Juana es determinante: la época fue la culpable de que ésta no hubiese
podido desarrollar sus múltiples cualidades. Ahora bien, podríamos estar
tentados a ver este rechazo al arte barroco como una forma de enfrentamiento
que la incipiente nación mexicana establecía con respecto del periodo de
dominio español. Sin embargo, aunque esta oposición al régimen anterior fue
fundamental dentro de la construcción de la identidad nacional de los primeros
años de independencia, el repudio al barroco, encarnado por Góngora, no fue
solamente un fenómeno ocurrido en la nueva nación, ni tampoco fue, como lo
menciona Ray Hernández-Durán al
referirse a la valoración que del arte virreinal se hizo durante el siglo XIX,
un problema que haya nacido o surgido a partir de la Independencia. En efecto,
ya desde fines del siglo XVIII, el estilo barroco que había predominado en los
territorios de la Nueva España dejó de ser apreciado por las elites
peninsulares y novohispanas abriendo paso a la implantación de una estética
neoclásica que rechaza la producción artística anterior.12
Esta negación del
barroco, propia del neoclasicismo, puede verse claramente en la semblanza de
sor Juana, aparecida en el Mosaico a
través de la cita que el autor anónimo incluye del juicio de Benito Jerónimo
Feijoo:
El juicio que Feijóo hace sobre esta muger [sic], es sin duda muy
esacto [sic] y muy imparcial. Dice así: La célebre monja de México, Sor Juana
Inés de la Cruz, es conocida de todos por sus eruditas y agudas poesías, y así
es escusado hacer su elogio. Sólo diré que lo menos que tuvo fue talento para
la poesía, aunque es lo que más se celebra. Son muchos los poetas españoles que
la hacen grandes ventajas en el numen; pero
ninguno acaso la igualó en la universalidad de noticias de todas facultades (De la Maza, 1980, p. 352).
Por otro lado, la crítica al barroco se
agudiza y adquiere una nueva significación para las elites políticas e
intelectuales a partir de 1821, ya que vieron en estas obras, sobre todo las de
tema religioso y marcada influencia barroca, una relación directa con la
dominación española, que implicaba una religiosidad extrema y una falta de
libertades políticas e intelectuales que habían contribuido, según esta visión,
al retroceso cultural de la Nueva España y por lo tanto de México
(Hernández-Durán, 2001, p. 46).
De este modo, el rechazo que la estética
neoclásica hace del barroco se ve reforzado por la visión política de estos
primeros años posteriores a la Independencia, cuyo repudio al pasado colonial
fue la bandera de los movimientos “liberales” frente a una visión
“conservadora” que buscaba rescatar, a través de la universalidad de la
religión católica, los orígenes de la identidad nacional en el periodo
novohispano. Existía entonces una necesidad palpable de construir una narrativa
unitaria y nacional, que presentara “una memoria común a una población
multiforme y atribulada” (Hernández-Durán 2001, p. 33). El problema al que se
enfrentan las elites mexicanas durante estos años que siguieron a la
declaración de independencia estuvo por lo tanto relacionado con la forma de
desarrollar esta narrativa única que diera sustento al estado, a la nación. Si
bien en teoría resultaba viable montar este concepto unificador, en la
práctica, las diferentes posturas políticas no podían concertar sobre los
contenidos de ésta: para la facción conservadora el periodo novohispano no
presentaba problemas para ser integrado como parte de la tradición nacional,
mientras que las facciones liberales se negaban a ello (Hernández-Durán, 2001,
pp. 38-39).
La semblanza que aparece en el Mosaico, revista cercana al proyecto
liberal, muestra así esta postura conflictiva ante una literatura que no puede
ser integrada por pertenecer al periodo de dominio español. El pasado colonial molesta porque no puede ser recuperado
como pasado: se encuentra demasiado
cercano, demasiado presente. Sin embargo, podemos ver cómo, ya desde este
temprano estudio, se abre la veta de la admiración, no a la obra de la monja,
sino a su excepcionalidad: si bien había vivido en épocas “oscuras” su figura
lograba sobrepasarlas, convirtiéndose en un personaje “a-histórico” que sentará
las bases y abrirá la posibilidad de una temprana recuperación de la biografía
de sor Juana.
Esta relación conflictiva con el pasado
novohispano, y, por lo tanto, con sus producciones artísticas al interior del
pensamiento liberal, irá transformándose de manera gradual conforme avanzan los
años. De este modo, podemos encontrar algunas variaciones entre la visión que
la semblanza de 1837 nos ofrece sobre sor Juana y la que aparece en el Diccionario Universal de Historia y
Geografía publicado en 1853. En este diccionario, que muestra la
consciencia de la necesidad de realizar una historia de la nación mexicana, se
incluye una entrada sobre Sor Juana, escrita por Emilio Pardo. La entrada
inicia con una reflexión relativa a la literatura nacional en donde Pardo
explica la imposibilidad de la existencia de una literatura mexicana anterior a
la Independencia por la falta de libertad de los artistas en aquella época,
quienes tenían que dedicar sus obras a temas principalmente religiosos.
El problema con la literatura producida
en tierras americanas bajo el dominio español radicaba en la obligación que
éstas tenían de coincidir con el “gusto dominante en la Península, ya que los
únicos modelos venían exclusivamente de la madre patria con grandes costos y
notoria escasez” (De la Maza, 1980, p. 369); y concluye que la “antigua literatura de México es un eco de la antigua literatura
española, así como la moderna es un eco sólo de la europea de nuestros días por
causas que no se ocultan a nadie y que sería superfluo indagar en este ensayo” (Loc. cit.). Quisiera detenerme un momento en esta división que Pardo establece entre
literatura antigua y literatura moderna, porque permite justamente señalar el
cambio sutil, cierto, con respecto de la visión de sor Juana y la literatura
virreinal incluida en la semblanza aparecida en El Mosaico en 1837. En efecto, el hecho de incluir la noción de
una literatura mexicana moderna posterior a 1821, permitió a Pardo presentar a la producción anterior como antigua. Esta relación posibilitó la
inclusión de la idea de una herencia cultural e histórica común, a pesar de la
interrupción percibida en la transición del virreinato a la nación. Al
proyectar las nociones modernas del nacionalismo sobre el periodo virreinal,
sus producciones artísticas adquirieron un carácter netamente mexicano, al ser
presentadas como la primera fase del desarrollo nacional: “el periodo colonial
identificado suficientemente por su cultura y su arte podía entonces incluirse
cómodamente en la memoria nacional como una fase temprana del nacionalismo
mexicano y no como un periodo de dominación política y económica española” (Hernández-Durán, 2001, p. 58).
Una vez expuesta su reflexión sobre la literatura, Pardo introduce su semblanza de sor Juana, la cual inicia con su biografía:
Curiosa
es por cierto y muy notable la vida de esta mujer por mil títulos célebre, y
acaso más que por sus obras que mientras vivió le valieron expresivos y
numerosísimos elogios, por su vida íntima, por sus sentimientos personales,
desconocidos ahora, pero cuyo probable carácter nos aventuraremos a expresar
nuestra opinión (De la Maza, 1980,
p. 369).
La
biografía de la monja ocupará la mayor parte del texto, en la cual podemos
encontrar algunos temas de la estética romántica, como por ejemplo, la
explicación de su entrada al convento debida a un desengaño amoroso – basada en
una lectura biográfica de sus poemas – al igual que la descripción de sor Juana
como una “mujer de corazón sensible, de alma apasionada, de exaltada
imaginación” (De la Maza, 1980,
p. 378). Del mismo modo que en los textos
anteriores, en éste se resaltan sus aptitudes intelectuales, que pueden
rastrarse desde su infancia, para lo cual Pardo intercala numerosas citas de la Respuesta con el fin de mostrar, a
través de la narración que sor Juana hace de su vida, su capacidad intelectual.
En cuanto a sus poemas, Pardo señala que
fueron escritos “conforme el gusto de la época”, pero a diferencia de la
entrada escrita en 1837, donde se rechaza toda su producción artística, en esta
semblanza hay un intento de “rescatar” algunas de sus producciones, como son
los Ovillejos, para mostrar que su
versificación es en “en extremo fluida y fácil, y que entre los poetas
españoles, “muy pocos habrá que la igualasen en naturalidad y travesura”.
También señala que cuando sor Juana se abandona “a la inspiración de su
sentimiento personal, su verso es claro, enérgico y preciso, y sus imágenes
verdaderamente poéticas y robustas” (De la Maza, 1980, p. 377).13
De este modo, el
hecho de establecer una división entre literatura antigua y literatura moderna
permitió a los intelectuales, que como Pardo, estaban preocupados por
establecer una historia de la literatura mexicana, la introducción del pasado
colonial como antecedente de la literatura moderna. Esta visión hace visible un
cambio en la percepción de las elites intelectuales con respecto al pasado. Si
durante las primeras décadas de la vida independiente ésta no tenía claro como
encarar el periodo anterior – debatiéndose entre la aceptación del pasado
incorporado bajo la idea de la universalidad de la fe católica y el rechazo de
éste debido a la imposibilidad de encontrar en sus personajes y acontecimientos
un modelo a seguir –; a lo largo de la primera mitad del siglo XIX sobreviene
un desplazamiento paulatino de una concepción retórica, es decir, ejemplar, del
pasado que concebía la historia como maestra
de vida, hacia una visión moderna de la historia que permitió incluir la
tradición artística anterior como una periodo del desarrollo de la cultura
nacional dejado atrás y por lo tanto, superado.
Sin embargo, es importante señalar que este paso de una concepción de la
historia como maestra de vida a una
idea moderna de historia no se dio de
manera radical. En efecto, la tensión entre los modelos retóricos que
posibilitaban la estructuración de algunos lugares comunes y la idea de un progreso en la literatura, bajo la cual
la tradición es recuperada para poder ser superada, está presente en los
escritos de la época y puede explorarse a partir de las reflexiones
desarrolladas por José María Vigil en la década de 1870.
Este escritor e
intelectual jalisciense, cercano al movimiento político liberal, reflexionó
sobre la importancia del estudio de la “historia patria” en general, así como
sobre la historia de la literatura en particular. En un ensayo publicado a fines de la década de 1870, (Vigil,
1992, pp. 165-278) Vigil considera fundamental el estudio del pasado mexicano,
tanto del periodo prehispánico como del colonial, ya que, según su punto de
vista, los dos obstáculos para el
establecimiento de “la paz y del desarrollo de los elementos benéficos” de la
nación, serían “el sentimiento de odio al sistema colonial” y el “desprecio
hacia las razas vencidas” por los españoles. Asimismo encuentra en el pasado
colonial los “gérmenes de nuestras costumbres y nuestros hábitos” por lo que su
estudio explicaría la condición de aquellas razas que “por más que se afecte
despreciarse, vive[n] y persisten[n] entre nosotros.” La concepción de Vigil de
la historia y el pasado concordarían con una forma moderna de relacionarse con
éste, en donde la integración de lo prehispánico y lo colonial “permitiría
establecer la salida y el itinerario del camino hacia el progreso” (Granillo Velázquez, 1996, p. 270). De este modo, la función
de la historia sería la de ser un factor aglutinador de la identidad del pueblo
mexicano. Es decir, la historia sería esta narración unificadora necesaria para
fusionar, en una identidad única, a la sociedad mexicana, con la idea de que
esta integración sentaría las bases para la evolución de la misma. La enseñanza
de la historia, la “instrucción para todos [convertiría…] a los habitantes de
este país en hombres y ciudadanos […] porque sólo así podrán amarlo, explotarlo
e interesarse en su conservación.”(Vigil, 1992, p. 270).
Sin
embargo, Vigil no realiza esta historia de México, – tarea efectuada en esta misma década por
Vicente Riva Palacio con la obra colectiva de México a través de los siglos – pero en cambio, emprende la labor
de desarrollar una historia de la literatura nacional, publicada de modo
incompleto en 1909, un año antes de su muerte. Esta labor fue el producto de un
interés que acompañó a Vigil a lo largo de su vida; cuyas inquietudes están
presentes desde la década de 1870, en dos textos que escribe sobre el tema. En
el primero, publicado en 1872, señala que la literatura:
puede considerarse a la vez como reflejo de la sociedad en que se
produce; como la expresión embellecida de las necesidades, preocupaciones,
tendencias y sufrimientos de los pueblos, al mismo tiempo que en su
significación trascendental se propone corregir los vicios dominantes,
purificar los sentimientos, y guiar, por así decirlo, a los pueblos por el
camino más corto a la noble consecución de su destino. (Vigil, 1996, p. 261).
En esta definición elaborada
por Vigil podemos ver claramente la tensión, anteriormente señalada, entre una
concepción que sigue los preceptos retóricos ciceronianos, y una visión
moderna, que ve en los valores transmitidos por las manifestaciones literarias
una forma de “conservar las experiencias pasadas con el fin de orientar la vida
futura” (Araujo, 2009, p. 169).14 Asimismo, la
consideración de la literatura como reflejo de los pueblos en los cuales fue
producida, muestra la idea según la cual las obras están ancladas en un tiempo
específico, expresando así las necesidades y tendencias de las sociedades
inscritas dentro de la temporalidad. Sin embargo, continúa Vigil, una
literatura nacional no puede basarse
únicamente en la imaginación, ya que necesita un punto de partida: la historia
propia; es decir, ahí donde falte una historia propia, no puede haber
literatura nacional. Es por esta razón que en el caso concreto de México, la
literatura elaborada durante la colonia, no pudo tener un “carácter propio”.
Vigil continúa
esta reflexión sobre la literatura nacional en otro ensayo publicado cuatro
años después, donde puede verse una clara consciencia historiadora, que propone
ver el pasado nacional a partir de sus tres periodos: uno antiguo, uno medio y
uno moderno, que corresponderían a: “las grandes épocas contenidas en los tiempos
anteriores a la Conquista, [al] periodo de dominación española y [al] que parte
de 1810 hasta nuestros días.”(Vigil, 1996, p.
274) Vigil realiza una defensa de la importancia de estudiar cada uno de estos
periodos, con el fin de conocer el modo de ser, las costumbres, tanto de los
“antiguos pobladores del Nuevo Mundo”, como del periodo colonial, que llevaría
a “examinar los orígenes y el desarrollo de nuestra sociedad actual” (Vigil, 1996, p. 276).
Es dentro de esta
necesidad de dividir en periodos y de situar las obras artísticas de las
producciones literarias escritas en territorio mexicano – y que no se vuelven
nacionales sino hasta la época moderna – que debe situarse el discurso pronunciado por Vigil en la velada literaria
consagrada a la memoria de sor Juana Inés de la Cruz el 12 de noviembre de 1874
en el Liceo Hidalgo.15
Bajo la
concepción de la historia de Vigil, la obra de sor Juana formaría parte de la
época colonial, época que, según palabras del intelectual jalisciense, podría
considerase como “un periodo de incubación de la sociedad actual” en la cual se
“arrojaron todas las semillas civilizatorias que han comenzado a desarrollarse
y fructificar en nuestro días”. Si bien se trató de un periodo oscuro, “como
todos los de preparación”, es posible reconocer en ella “el elemento enérgico
de una autoridad omnímoda, [que] allegó, en derredor de sí, como un núcleo
poderoso, todos esos elementos que estaban destinados a crear más tarde la nación mexicana”.16 Es decir, si bien esta “edad media” muestra que tanto la historia como la
literatura formaban parte del desarrollo del imperio español, en ellas puede
encontrarse el origen de la nación mexicana. Es entonces en su calidad de
“precursora” que sor Juana es considerada con relación a la historia de la
literatura nacional.
El discurso de
Vigil inicia con la biografía de la monja, siguiendo el mismo camino emprendido
por las notas biográficas escritas hasta entonces. En él se vuelve a destacar
su ingenio e inteligencia visibles desde su infancia – basándose, de nuevo,
tanto en lo mencionado por sor Juana en la Respuesta como lo que el Padre Calleja escribe en su biografía. Sin embargo, hay ciertos
rasgos que Vigil destacará de la vida de la monja que difieren de las visiones
anteriores y que están encaminados a construir el valor ejemplar de ésta, quien
logró sobresalir en una sociedad retrógrada y sin libertad. El primer
desacuerdo de Vigil sale a relucir en el momento en que discute las
explicaciones anteriores a la entrada de Juana Inés al convento, que habían
atribuido, la decisión de la monja a un desencanto amoroso. Escribe Vigil a
respecto:
Yo veo en sor Juana uno de eso espíritus superiores, muy
fuertemente templados, y que son incapaces de sucumbir a debilidades vulgares.
La varonil ambición de saber, la fiebre de la gloria llenaban por completo su
inteligencia y su imaginación. Claro es que para aquella naturaleza
excepcional, el matrimonio debía aparecer bajo un aspecto eminentemente
prosaico y ridículo […] debió aterrarla escogiendo en aquella dura alternativa
el claustro, lo menos desproporcionado y
más decente (De la Maza 1980, p. 453).
Sor
Juana, cuyo genio era para Vigil indudablemente “antimonacal” – recordemos que
estamos en pleno periodo posterior a las leyes de desamortización de los bienes
eclesiásticos – tuvo que tomar una decisión “dictada por las exigencias de su
sociedad”, por ello, continúa Vigil, si
hubiese nacido “ en nuestro siglo y en un país como los Estados Unidos, en
donde la mujer es suficientemente respetada para gozar de una posición
independiente” seguramente hubiera podido realizar el ideal de su vida, es decir,
hubiera podido vivir sola (Loc. cit.). Tanto esta apreciación como las que mencionaré a continuación
muestran una clara consciencia moderna de la historia, al instaurar un corte
radical entre el pasado colonial y el presente desde el cual se escribe.
Toda
la semblanza que Vigil hace de la monja está dirigida a mostrar la capacidad
intelectual y filosófica de ésta, su excepcionalidad y la injusticia de la
época en la que le tocó vivir, y que no le permitió su pleno desarrollo. La Respuesta a sor Filotea es para Vigil un
“documento precioso” en el cual se puede estudiar el desarrollo de aquella
“privilegiada inteligencia, los sufrimientos de aquella alma inmensa, que en
contradicción abierta con todo lo que la rodeaba, no podía ni siquiera darle
vuelo a sus más legítimas e inocentes aspiraciones.” (De la Maza, 1980, p. 454).
La exaltación de la figura de sor Juana, advertida por Ruedas de la Serna, se
ve claramente en las palabras de admiración dirigidas por Vigil. Sor Juana es
considerada una figura excepcional nacida en la época equivocada. Asimismo,
éste señala constantemente cómo esa época de represión había sido felizmente superada en la era moderna de la nación
mexicana. Por ejemplo, al referirse a la polémica desatada por la crítica que
sor Juana realiza al sermón de Vieyra, señala: “En una época de libre discusión
y de examen ilimitado como la nuestra, apenas puede comprenderse y valorizarse
semejante resto de audacia por parte de una mujer, que sólo contaba con las
fuerzas de su inteligencia, en medio de una sociedad ignorante y fanática, en
que dominaba sin contrapeso el sombrío poder de la Inquisición.” (De la Maza
1980, p. 456).17
En
cuanto a los comentarios sobre los poemas de sor Juana, podemos encontrar el
mismo afán por destacar su valor intelectual y filosófico, hecho que se
constata con la introducción de varios
ejemplos a partir de los cuales Vigil concluye que la monja bien meritó la fama
que tuvo en su época:
Si se tiene en cuenta la situación que guardaba el país en la
época que floreció, en que el despotismo de la dinastía austriaca en
decadencia, hacía sentir su pernicioso influjo sobre todos los miembros de la
vasta monarquía española, cayendo la literatura del puesto eminente a que un
siglo antes la habían elevado Cervantes, Lope de Vega y Fray Luis de León, se
comprende todo el valor de aquella inteligencia excepcional, que poseída de la
ardiente pasión del saber, rompiendo las multiplicadas trabas que las
preocupaciones sociales imponían a su sexo, se atreve a tocar cuestiones que en
nuestro siglo aguardan todavía una solución, y se expresa con una osadía que
aún hay pocos ejemplos en las mujeres de nuestro tiempo (De la Maza, 1980, p.
466).
Vigil
invita de este modo a valorar las producciones de sor Juana, señalado que “son
muy pocas las faltas de buen gusto que la decadencia habitual había introducido
al estilo literario”. Está claro que bajo el “buen gusto” defendido por Vigil,
el Sueño sale mal parado en su
crítica – como en todas las críticas realizadas durante el siglo XIX – cuya
poca calidad es atribuida a la imitación que puede verse en este poema de
Góngora, y el cual, señala el crítico, difiere enormemente de sus otras
composiciones.
Vigil
reconoce entonces la importancia de la obra de sor Juana bajo un doble punto de
vista: el de la forma literaria y el de la intención moral en ella contenida.
En cuanto a la forma, le parece que sus obras están a la altura de “lo mejor
que se ha escrito en literatura española”, y en cuanto a la intención moral,
encuentra en ella un modelo ejemplar en su lucha por la emancipación de la mujer. Es decir, Vigil establece una doble
vía para aproximarse a la obra de la monja: por un lado, valora los aspectos
formales de sus textos – siempre y cuando estén libres de la influencia de
gongorina – y, por otro, destaca la excepcionalidad de su personalidad, que la
sitúan más allá de la historia y que hacen de la monja una figura ejemplar.
De
este modo, en la reconstrucción de la figura de sor Juana y la lectura que se
hace de sus obras a lo largo del siglo XIX, representada en los tres momentos
elegidos para este análisis, podemos ver que la percepción de la producción
artística novohispana fue cambiando, y la forma como ésta fue siendo integrada
a una historia de la literatura nacional, en tanto parte de un pasado que
permitía entender mejor al presente en miras de una marcha hacia el progreso.
Asimismo, esta visión permitió integrar pasados “no ejemplares” como el
prehispánico y el colonial. En este sentido, y como Alejandro Araujo lo señala,
la recuperación y narración del pasado:
se volvió estrategia para mostrar que el ritmo de la historia
era, también, el desarrollo de la razón y de sus valores orientados a un fin de
creciente progreso. La historia no rescató los valores atemporales para
moralizar, aunque siguió siendo ejemplar. Fue usada para guardar la memoria de aquellos hombres que a través de sus actos
habían hecho futuro, es decir, que habían dejado atrás un mundo injusto,
inmoral, antiguo, para dar entrada a las nuevas condiciones modernas. Mirar la historia se volvió entonces
posibilidad de reconocer las pruebas de un camino ascendente hacia el progreso (Araujo, 2009, p. 264).
La construcción de sor Juana
como figura excepcional, entra completamente dentro de este uso que de los
personajes del pasado hizo la historia nacional. Es por ello que, en general,
encontramos una dicotomía entre la vida de la monja y sus poemas, estos
últimos, vistos desde un punto de vista estético decimonónico, mostraban la
desavenencia de haber sido producidos en una época desafortunada para las artes
y las ciencias. Sin embargo, como pudimos ver en Pardo y posteriormente en
Vigil con mayor claridad, el hecho de poder integrar esta producción dentro de
un pasado superado permitió asimismo que los juicios hacia su obra fueran
matizados. Ya no se trataba de un
rechazo a todo su producción poética, como en el caso de 1837, sino a una
selección que procuraba establecer una diferencia entre sus poemas de
influencia gongorina – siempre criticados – y otros poemas como las
redondillas, los de tema amoroso y los Ovillejos que fueron considerados como portadores de una calidad artística innegable.
Si bien en Vigil hay
un intento por realizar distinción y selección de la obra poética de la monja,
es cierto también que muchos otros intelectuales y escritores no consideraron a
los poemas de sor Juana de este modo, los más claros ejemplos de esta postura
son también los más conocidos: el rechazo de Altamirano y las severas críticas
de Prieto. Por el contrario, la admiración y atracción por su vida fue
generalizada. La mayor parte de los
comentarios escritos al respecto destacan la inteligencia, el ingenio y la
excepcionalidad de su pensamiento. La recuperación de su figura sirvió, de este
modo, para establecer un puente con el pasado superado y mostrar la grandeza de
una mujer nacida en “tierras mexicanas”. Asimismo, sentó la base de la
recuperación posterior que de la monja novohispana hiciera el siglo XX, a cuyos
críticos, biógrafos y comentaristas tocó la labor de armonizar su biografía y
obra bajo el signo de una doble admiración, ya no sólo por su vida, sino
también por la calidad de toda su
producción poética.
Podemos
ver, con este rápido recorrido, cómo la biografía de sor Juana, incluso en el
siglo XIX, muestra ya diferencias con respecto a la forma en que se interpretó
su vida y su obra. También podemos ver que esta interpretación biográfica va
más allá de una discusión sobre la vida (y la obra de la monja) sino que nos
habla también de la forma en cómo se fue constituyendo al idea de una
literatura nacional. Es esa estratificación de significaciones, esta
apropiación hecha por los biógrafos y por los lectores de la obra de sor Juana,
la que va constituyendo el sentido, la significación que la monja novohispana
(y la época en la que vivió) tiene para nosotros. Estas distintas
interpretaciones nos hablan al mismo tiempo de la monja y de sus biógrafos, del
lugar de producción de los discursos de estos últimos. Esto hace de la
operación hermenéutica una operación compleja en la cual actúan diversos
factores y sujetos.
Quisiera nada más concluir con lo
siguiente: a pesar de la imposibilidad de asir en su totalidad la vida humana,
el trabajo biográfico, en sus múltiples corrientes, mecanismos e
interpretaciones nos permite acercarnos a su misterio. Si en un primer
movimiento, el trabajo biográfico pone en relación los lazos que se establece
entre vida, obra y lugar de producción del autor o sujeto biografiado, un
segundo movimiento, que cercano a una hermenéutica histórica, nos permite reconstruir los sentidos, la recepción de su
obra y la interpretación que se ha hecho de sus acciones porque son estas
interpretaciones las que han ido dibujando a la sor Juana que conocemos ahora y
que está abierta a seguir dibujándose en el futuro.
Notas
1. La
segunda parte de este artículo, la específicamente dedicada a la lectura
decimonónica de Sor Juana Inés de la Cruz ya fue publicado en Quijano Velasco,
2009, pp. 315-331.
2. Estos
aspectos fueron introducidos por Michel de Certeau en L'écriture de
l'histoire, para describir el trabajo de toda escritura historiográfica y
fueron retomados posteriormente por Paul Ricœur, dentro de la segunda parte de La mémoire, l'hisotiore, l'oubli.
3. Es sobre
esta cuestión que Paul Ricœur reflexiona
en la segunda parte de La mémoie, l'histoire, l'oubli (Ricœur 2000, pp. 167-369) que lleva por título “Histoire /
Épistemologie”.
4. En este modelo podemos, por ejemplo, incluir la biografía
existencialista de Sartre.
5. F. Dosse
dedica una parte de su libro sobre la biografía a este tipo de enfoque (Dosse,
2005, pp. 213-249).
6. Para un análisis más detallado de
esta escuela, cfr Dosse 2003, pp. 236-278.
7. Los textos de Jaume citados por Dosse son: Jaume, L. (1968) Hobbes et l’état représentatif moderne. París,
PUF. y Jaume, L. (1992)“Philosophie en science politique”. Le Débat no. 72, noviembre-diciembre.
8. Cfr. ALATORRE,
A. “Introducción” a NERVO, A. (1980) Juana
de Asbaje. México. UNAM; BUXÓ, J. P. (1998) “Serafina de Cristo, ¿Alter
Ego de Sor Juana Inés de la Cruz?”, en BUXÓ, J. P. (ed.) Sor Juana Inés de la Cruz y las vicisitudes
de la crítica, México, UNAM, pp. 109-120; VOLEK, E. (1998) “Las tretas de los
signos: teoría y crítica de sor Juana”, Sor
Juana Inés de la Cruz y las vicisitudes de la crítica, op. cit., pp. 321-340; PERELMUTER, R (1998) “La recepción del Primero sueño (1920-1940)”, en Sor Juana Inés de
la Cruz y las vicisitudes de la crítica, op. cit., pp. 233-242; DE LA MAZA, F. (1980) Sor Juana Inés de la Cruz frente a la
historia, México, UNAM.
9. El
comentario más citado al respecto es el que escribe Ignacio Manuel Altamirano
en “Carta a una joven poetisa”: “No seré yo quien recomiende a Ud., a nuestra
sor Juana Inés de la Cruz, nuestra Décima Musa, a quien es necesario dejar
quietecita en el fondo del sepulcro y entre el pergamino de sus libros.” (Altamirano,
1988).
10. Por
supuesto que hubo muchos más acercamientos a sor Juana quien estuvo fue tema de
numerosas reseñas, comentarios y semblanzas; sin embargo, me parece que los
tres momentos elegidos son visiones que nos permiten señalar el desplazamiento
que va dándose paulatinamente en su recepción, y nos permite analizar tres
situaciones concretas que evitan la dispersión en una colección de citas, notas
y referencias. Para revisar las diversas críticas y referencias a sor Juana
realizados durante los siglos XVII-XIX, cf. la útil compilación realizada por
Francisco de la Maza (De la Maza, 1980).
11. La
novela de Fernández de Lizardi donde se incluye el comentario de sor Juana es La quijotita; las notas biográficas
fueron realizadas por José Mariano Beristain de Souza en 1817 y por Tadeo Ortiz
en 1832. Cf. De la Maza, 1980.
12. Cfr.
Hernández-Durán, 2001, pp. 42-43. Si bien su artículo se centra en la pintura,
las reflexiones de Hernández-Durán pueden ser de gran utilidad para pensar lo
que sucedió en el campo de la historia literaria.
13. La
“entrada” de Pardo se termina con la siguiente reflexión: “Por su talento, por
sus desgracias, y por el lugar que ocupa en nuestra literatura, las obras de
sor Juana, poco conocidas hoy, no le dan la gloria que se merece.” (p. 379).
Cabe señalar, sin embargo, que no aparece ninguna referencia al Sueño.
14. La cita
completa señala: “Los manuales de retórica y poética que circulaban
intensamente por dichos espacios ofrecían algunas respuestas. La tradición
retórica permitía reconocer que la escritura tenía como fin enseñar al buen
ciudadano el conjunto de valores que deberán orientar su vida cotidiana. La
escritura de la historia, la lectura de historias, tenía, justamente esas
mismas funciones. Ella podía colaborar, debía hacerlo, en la tarea de conservar
las experiencias pasadas con el fin de orientar la vida futura. La sentencia
ciceroniana de ser maestra de vida así lo anunciaba. En ese sentido, resulta
importante reconocer que la literatura (y historia como uno de sus ramos) seguía atravesada por las exigencias de
la retórica” (Araujo, 2009, pp. 168-196).
15. Esta
conferencia en honor a sor Juana fue recogida por Francisco de la Maza en Sor Juana Inés de la Cruz ante la Historia, (De
la Maza, 1980, pp. 450-471. José Luis Martínez señala que
el Liceo Hidalgo fue el centro más animado de actividad cultural en México
durante la segunda mitad del siglo XIX. Esta academia celebró anualmente
veladas cívicas, así como actos dedicados al honor de escritores mexicanos como
Fray Servando Teresa de Mier, Francisco Zarco, Andrés Quintana Roo y Juan Ruiz
de Alarcón, entre otros. Es dentro de estas celebraciones que se inserta la velada
consagrada a sor Juana. (Cf. Martínez, 1984, p. 50). Por otro lado, Alejandro Araujo señala que
desde su fundación, el Liceo Hidalgo – autonombrado heredero “legítimo” de la
Academia de Letrán – pretendió dar prueba de que México tenía ya una literatura
nacional que no permanecía estacionaria. Los fundadores del Liceo, entre los
que se encontraban Francisco Zarco, José Tomás de Cuellar, Francisco González
Bocanegra, entre otros, buscaron poner en “el escenario mexicano un amplio
conjunto de textos provenientes de Francia e Inglaterra [con el fin de que se
combinaran] con las creaciones propias”. Asimismo, se preocuparon por
reflexionar sobre las posibles definiciones de lo que debía ser la literatura y
la historia para señalar la importancia que ambas prácticas tenían para la
conformación de un sistema de valores común para los mexicanos (Cf. Araujo, 2009,
pp 122-123).
16. Discurso
pronunciado por J.M Vigil en honor de sor Juana Inés de la Cruz, en De la Maza,
1980, p. 475. Además de la conferencia de Vigil, se presentaron tres más,
compuestas por Francisco Sosa, José de Jesús Cuevas y Laureana Wright de
Kleinhans, las cuatro conferencias fueron publicadas por la Imprenta del
porvenir, en 1874 y se encuentran reproducidas en la recopilación de Francisco
de la Maza.
17. Es importante recordar que uno de
los tópicos presentes en las críticas al periodo colonial es la figura
oscurantista de la Institución Inquisitorial, esta crítica puede apreciarse
también en las novelas de Riva Palacio que tratan sobre la época colonial y que
está a su vez íntimamente relacionada con las leyes de reforma y la
desamortización de los bienes de la Iglesia.
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